235 234 ospecho que para nadie es extraño el resplandor de la nostalgia ni la presencia magnética de los momentos en nuestras vidas que yacen como guijarros de oro bajo el manto de la memoria. La búsqueda y transformación de esos instantes impregnan estas páginas y todas sus texturas. Esta labor tiene su cara oculta. La cercanía permite tocar un cúmulo de experiencias comunes de infancia y aun de madurez: el derroche permanente de fibras y colo- res, los telares y su incesante son, la mirada constante de padre y madre bajo el sol de lo misterioso en la naturaleza y lo sublime de la creatividad humana. Sin embargo, estos lazos imponen también un umbral a la percepción: el cuerpo que habito, el país que recorrí, los colores que veo fueron una vez uno solo y el mismo; ahora son otros, y quizás por eso ahí yace, dividida, la nostalgia. ¿Quién me señaló el amarillo del banano, aquel azul de la laguna de Suesca, quién el rojo de mi sangre? ¿Quién me nombró? ¿Cómo ver desde afuera cuando estoy por dentro? ¿Son mis ojos los que ven? Preguntas sin respuesta. Mientras más nos lleva el río, más miramos la fuente, más indescifrable la respuesta pero más clara su quintaesencia: somos todo lo que vemos, somos todos los que vemos, somos vida escudriñándose a sí misma. Ya en el páramo, bajo el nítido fulgor de los astros, se distingue la terrible e infinita unicidad de la vida. En mente imágenes de nosotros mismos: células astrales en útero. Surgen visiones paralelas: un embrión humano, gemelo de un desastre celeste percibido por el telescopio a millones de años luz, a millones de años tiempo. ¿Y dónde se inscribe lo que pensamos? ¿En el trazado de las estrellas, en el cruce de la fibra, en todo lo que vemos, en todo lo que hacemos? Las texturas de mi madre son mitos para guardar pensamientos y huellas para otros ojos. Son nostalgias depuradas de artificio; son cordones que nos conectan con culturas de asombro en las cuales el misterio y la veneración por las fuerzas ancestrales de la vida eran los que tejían el destino humano. Espero que estas páginas inscritas con textos y pigmentos hayan sido fieles mensajeras para los que vislumbran, detrás de este mundo de ciencia y determinismo, la presencia de lo innombrable, de lo inmutable. Expectantes, aún buscamos en las estrellas nuestras responsabilidades como hijos del universo. Esta travesía toca apenas la multiplicidad de influencias que sensibilizan a un ser creativo. En el camino quedaron otras invisibles, algunas desaprovechadas y otras más apenas germinando, gravitando alrededor de un atractor extraño. arriba: El hijo de Olga, Diego, en Guatemala. página opuesta: Material en preparación. EPÍLOGO D I E G O A M A R A L
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