Hay, sin embargo, otra manera muy distinta de ver su trabajo: una aproximación que involucra un análisis del modernismo latinoamericano. Tanto la fortuna como el infortunio para el arte del siglo xx en los países america- nos de habla española y portuguesa consisten en que lo primero en captar su atención —o, de cualquier modo, la atención del resto del mundo— fue el trabajo de los muralistas mexicanos. Los murales de Diego Rivera, José Clemente Orozco y otros pintores proporcionaron al arte latinoamericano una imagen de fácil identificación: figurativo, narrativo, con frecuencia altamente político. Esto llevó a los críticos a ignorar el florecimiento de una tradición alternativa de tipo muy diferente. Si tal tradición emana de un solo individuo, entonces emana del constructivista uruguayo Joaquín Torres García (1874-1949). Fue Torres García quien, luego de su regreso de Europa a Montevideo en 1942, fundó la Asociación de Arte Constructivo. Ello coincidió con una renovación de la actividad avant-garde en otras partes de América Latina: por ejemplo, con la creación, en 1945, de los grupos Madi y Concreto-Invención en Buenos Aires. Estas agrupaciones no eran tan sólo una continuación del ímpetu constructivista europeo, que empezaba ya a perder impulso en su hábitat original. Apuntaban a algo nuevo. En esencia, las raíces del arte conceptual que florecería en Nueva York a mediados de los años sesenta y que sería dominante en el mundo durante la siguiente década, se encuentran en las iniciativas latinoamericanas de mediados de la década de los cuarenta. Si se observa la obra de los más importantes abstraccionistas latinoamericanos del período de posguerra —y esto incluye, desde luego, a los escultores Édgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar en Colombia—, se ve una intención de integrar la forma deseada con el material escogido, de manera que se hagan inseparables, así como también un creciente rechazo a los formatos convencionales y una búsqueda de la lógica estructural. En algunos casos, como el de los artistas kinéticos Carlos Cruz-Díez y Jesús Rafael Soto, la búsqueda de esta lógica llevó de hecho a una disolución de la forma. En otros, como el de la talentosa brasileña Lygia Clark, generó un completo abandono de las convenciones artísticas existentes. Ubicada en este contexto de experimentación, la obra de Olga de Amaral adquiere una nueva resonancia. Puede observarse, por ejemplo, que sus técnicas características integran totalmente estructura y superficie, algo que otros artistas de la región estaban tratando de alcanzar de una manera quizá menos fluida. Sus tapices se con- vierten en precursores de los numerosos trabajos «desplegables» que figuraron en las bienales latinoamericanas durante los años ochenta y noventa. Existe, sin embargo, otro elemento que en primera instancia parece contradecir lo que ya he anotado. En las obras más típicas de Olga de Amaral se respira una indudable sensación de lujo. Atraen de una manera puramente sensual, y ésta no es una cualidad muy acogida entre quienes apoyan un arte en rigor intelectual. Aun así la sun- tuosidad de sus piezas, en particular las de oro, a menudo se liga a un extraordinario sentimiento supraterrenal. En cierto sentido, ello se debe a que sus piezas parecen haber descendido hasta nosotros, provenientes de alguna desconocida civilización antigua. Nos invitan a recrear ficciones poéticas acerca de cómo sería esa civilización. Resultaría interesante, algún día, observar el trabajo de Olga de Amaral exhibido junto a grandes piezas de plumas de la cultura inca del Perú. Sospecho que aquello auténticamente prehistórico se vería menos antiguo, romántica- mente hablando, que estas producciones de nuestro tiempo. Y existe aún otra razón, más práctica, para esa sensación supraterrenal que he mencionado: es la calidad de sus superficies. Entre los predecesores de sus tapices dorados uno podría contar a los «Monogolds» del artista francés Yves Klein, producidos a comienzos de los sesenta. Éstos, a su vez, remontan a una serie de pantallas corredizas japonesas que Klein vio cuando se entrenaba en una escuela de karate en Japón. Puede notarse que, para dar ca- rácter a sus «Monogolds», Klein se sintió forzado a mellar sus superficies. El artista italiano Lucio Fontana, quien a veces prefiere las superficies metálicas monocromáticas, se vio obligado a atacarlas de una manera todavía más salvaje. Con las obras de Olga de Amaral nada de esto es necesario, pues en ellas hay un resplandor único, una variabilidad única. Parecen una manifestación pura de la luz que, como bien sabían los pueblos precolombinos, rige todas las vidas humanas. Del Prólogo de Edward Lucie-Smith en Olga de Amaral, el manto de la memoria , Zona Ediciones, Bogotá, 2000, p 13. 6
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